La ciudad que fue

LAS NUBES

Deja mirarte, cielo,
ver tus altos torreones incendiados,
tus arcángeles de oro,
tus fantásticos potros elásticos, deshechos,
galopando en riberas verde jade,
en arenas bermejas o amarillo Van Gogh.
Así, tendida sobre el musgo,
contemplándote,
yo no siento el cansancio del día fragoroso.
Con tus ingenuos príncipes me yergo,
desfallezco,
me dejo conducir en el viento profundo.
Pero ya no son príncipes, son naves,
las inauditas naves veleras, argentadas,
con sus extraños nombres balbucidos,
las presurosas naves de mi infancia:
Corinto, Agamenón!
Y es el rumor del mar,
el prodigioso idioma de llanto y arrecifes,
el rumor insondable:
humedecidos remos fulguran, se deshacen;
y es el rumor del mar, que sube de los árboles,
del mar y sus lejanas campanas de cristal,
del mar y su nostalgia, y su sollozo-espuma.

La lavandera aprende mi secreto:
mira el cielo sonriendo
mientras sus manos baten
arreboles de nube y de jabón.
En la ventana, sólo queda
la dulce, testaruda cabeza de la abuela.
El ángel de la noche suena su corno de ámbar.
Oscuros galgos vaporosos,
mastines de anchas fauces sombrías aparecen.
Los arqueros del sol lanzan sus flechas rojas.
Las piedras de sus hondas, multicolores nacen,
mueren grises.
Cierro los ojos antes que la sombra
deshaga mis castillos, mis corceles,
mis atrevidos príncipes con penachos de llamas.
Quiero guardarme su visión eterna.
No me la robe el viento. No la borre la bruma.


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