La ciudad que fue

PREFACIO

Desde el umbral de un sueño me llamaron…
A. Machado
En Occidente, al menos, y en las últimas edades de su cultura, puede que la poesía esencialmente « lírica » sea la traducción de lo que el poeta recoge desde un umbral hacia lo interior y lejano : memoria o nostalgia espacial y temporal. Ella se ha vuelto así un país recóndito, acendrado según el curso de la existencia de la criatura que es el poeta. Y el poeta es a medias dichoso y a medias desdichado por causa de esta posesión por ausencia. Implica, antes que nada, una inevitable perspectiva. En fin, un romanticismo, el romanticismo fundamental (Díaz Plaja ha pensado en él como perspectiva espacial y temporal), que excede la caracterización solamente histórica o estética del término. Romanticismo de Hölderlin recapturando a través del paisaje del Rhin o de la evocación de la luz griega, la aptitud de su maravilloso vuelo de las Grandes Elegías, planteando una plenitud por ejercicio espiritual y sensitivo del alma poética y recreadora, una plenitud puede que más intima que real, y, por lo tanto, tan dichosa como nostálgica. Plenitud nunca lograda, pero cierta en el arcano profundo y nunca del todo conquistable por la aventura y la palabra del poeta. Irse hacia adentro o hacia lejos y llevarnos con él, señalándonos allí con un gesto ya doliente y anheloso, ya gozoso y alto, los límites últimos presentidos, que sólo se alcanzarán con la muerte. Milosz, Machado, Rosalía de Castro.
Eliana Navarro pertenece a esta fina y profunda familia. Porque su poesía no es la de una tensión en lucha entre la contingencia, sino la de preservación y avance hacia aquel punto íntimo, casi final. Por lo tanto, lírica; no dramática, no trepidante de calles y motores, de tiendas y de cines, de agonías turbias entre las cuales, con gesto masculino bronco y apasionado, el poeta — varón o mujer — intenta mantenerse en lucha y hacer de este panorama inmediato y de esta urgencia su mundo poético, el que plantea así mucho más el conflicto para vivir el día de cada día, y tensifica la poesía en actitud dramática y, a veces, épica.
Leí esta poesía en sus dos libros, “Antiguas voces llaman” y éste que ahora conoce el público, durante la hermosa maduración de un crepúsculo penquista. El y mi lectura finalizaron en la penumbra de la noche inicial de primavera. Algunas escasas, y no muy esenciales, finalmente,
anotaciones para componer este prefacio — con cuya petición Eliana Navarro me ha honrado de verdad — apenas si objetivaron, con la exigente y desagradable objetivación del analista, el fluir de su lírica. Más poderosa que mi objeto, ella se hizo afín con el depurado crepúsculo y
entrambos lograron en mí una suerte de ánimo sereno, un preludio a la armonía y el silencio. No pude develarla, y lo que intento ahora vale, antes que nada, como una explicación de aquella experiencia profunda y alta que me trajo o, mejor, en la que me situó casi sin violencia. Hizo vivir en mí la poética sugestión de un íntimo misterio, insinuado o aludido, a veces proyectado en aguda flecha invisible hacia un fin ignoto. La noche, su poesía y yo nos resolvimos en silencio. En una serena y bienhechora sensibilidad. ¿Es posible que pudiera llamarse, superficialmente, al poder de esta poesía un poder de evasión ? ¿Evasión, este armonizarse de la hora, el paisaje, la voz y mi ánimo? Fue un adentrarme. Y una prueba hermosa de que la lírica, la sutil, no es fuga, sino vuelo interior de la criatura poética, con su
carga de realidades cotidianas conflictivas y todo, hacia su ámbito, esa concentración intensamente eficaz, purificante. Algo como lo que produce cierta música, algún paisaje en una hora. A esta preciosa experiencia quería invitar ahora al que tiene este libro entre sus manos. No a un ensueño blando y complacido, sino a un paso implacable y subyugador de silencio o de aire hacia lo íntimo de todos nosotros, a traves del país interior del poeta, pleno de sugestiones válidas, no del todo necesariamente descifrables, pero agudamente ciertas.
Por un golpe sutil que el poeta sufre en su ánimo y en su sensibilidad, y que nos sugiere en el título o en los primeros versos, esta poesía nos invita a menudo a “entrar”, y este entrar vale tanto para un “ir” como para un “volver”… según, acaso, nos mueva en espacio o en tiempo. Eliana está aquí, figura que guarda el límite entre la realidad general y la interior, y, desde ese punto, señalando un color de la tarde, o escuchando una música de cuerdas, o volviendo a ver, recordando en silencio lo pasado sin tiempo, nos hace siempre traspasar ese límite y, hablando, nos adentra. Canta o habla desde ese umbral, guardiana y amorosa exploradora…
Este país que surge, a veces, se le plantea desde cualquier punto exterior, y así, todo puede ser llave o puerta elegida o hallada por su espíritu. Mediante algún estímulo, a veces casi inefable, compone, recompone los materiales dispersos y olvidados de un paisaje íntimo, ya porque el se refleja en los rasgos de una atmósfera, ya porque se despierta desde el son de una voz o de una música, o ya porque, en otras ocasiones, se hace el silencio propicio… Perfume, ángulo, rostro, caricia que se vive, juego, ademán…
Esta sutil y recóndita situación para decir, implica el lenguaje natural y sutilmente punzante de su voz, en una entonación de fluir individual. Pero, en ocasiones — La Flor de la Montaña, Cielo de Amanecer, Atardecer en campos de Castilla — el poema lírico se estructura en la fijeza rigurosa del soneto, y, sin perder flexibilidad, se hace puntual y concluyente, con una maestría que encuadra su temperamento en una incisiva geometría. Algo como lo que ocurría a los románticos, cuando abandonaban el proceso extravertido o interminable del poema más o menos libre (peligro en el que esta poesía no puede caer) y se “obligaban” a la perenne sugestión del soneto que atraviesa las estéticas, desde el Renacimiento hasta hoy. En esto, son logros admirables, equilibrio clásico-romántico, fino o dramático, La Flor de la Montaña, Cielo de Amanecer y el formidable Atardecer en campos de Castilla. No en vano han
hecho su ejercicio maestro del soneto en el castellano del siglo, Juan Ramón en España y Pedro Prado entre nosotros. Si fallara al lirismo su expresión individual — que no falla en Eliana —, ahí está el poder y hechizo noble del soneto secular para, incitando desde afuera, objetivar precisa y preciosamente la emoción y la imagen.Acaso sea un gesto definido de esta poesía el de un “ir hacia allí”, el de adentrarse en un ámbito cuyo extremo es la muerte, pero que antes es, quizás, el ámbito de antiguas voces; o la renovada, la revivida memoria de lo que, habiendo sido, vuelve a ser. Esta situación no excluye, ciertamente, una angustia interior ni un drama exterior. Si acaso, la palabra que la define sea la del sueño o del ensueño, (habría que ver cuánto gravita ella en su dicción) la criatura humana (más adelante sugeriremos el problema de la angustia) que detenta esta aptitud de ensueño — insobornable e inagotable en sí mismo, ya que puede que no sea sino siempre él, el mismo, en vívidas y agudas variaciones — exalta sin estruendo antes que nada el amor, la ternura y la justicia como los más nobles heraldos existenciales de la realidad esencial que suefña: su hermosura, su capacidad de subyugación, vienen a estar casi siempre del otro lado, allá adentro del país poético, ¿acaso en contrapartida inevitable de estos otros que reclama? Aquí y allá entre los días y los intemporales instantes de su lírica, Eliana viene y va, y comprueba que no se escucha a los heraldos, que se les acoge y traiciona constantemente, que se les engaña como a niños, se les mancha y frustra… Y así, de la realidad contingente aludirá, antes que nada, con una fina exigencia de Iágrimas, al amor de mujer y de madre y al fracaso de los hombres en cuanto prójimos.
Porque a los que creyeran que Eliana es un individuo ajeno y esquivo, tranquilamente instalado en su sueño, sin preocupaciones, libre y segura en su cerrada posesión, debemos responder que se equivocan fundamentalmente. Eliana Navarro es una activa mujer integral: fundamento de una hermosa y grande familia, grande en calidad y en número, junto al inquieto y admirable hombre y poeta que es José Miguel Vicuña, su esposo, y a sus siete maravillosos hijos, entre los cuáles hay alguno que ya ha sido capaz de entregarnos dos versos como
éstos: “Cada paso que doy es una muerte, / cada paso que doy lo retrocedo’’ (Miguel Vicuña
Navarro); mujer de trabajo entre las salas en extremo serias y agitadas de la Biblioteca del Congreso; mujer, en fin, que sabe de la inquietud cotidiana como la que más, y que, sin embargo, llama a una de las secciones de este libro precisamente: En mi casa. En el viviente sector de calle entre los Tribunales de Justicia y la Biblioteca del Congreso, como entre dos irónicos símbolos sabe encontrar y VER el cuerpecillo de un suplementero dormido, al borde del cual todo se detiene: “las palabras solemnes, / el rumor callejero, / los motores, los frenos”. AI borde de este sueño de niño — cielo, mar o tierra de trigal —, se detiene como ante una realidad más esencial y verdadera, porque “acaso él es el único que ahora está despierto / y quienes lo miramos, caminamos dormidos”.
Como la Flor de la Montaña de su espléndido poema de este nombre, Eliana es de una “frágil estructura” a la que un “hálito de ensueño la circunda”, pero “junto a su cáliz se detiene el cielo”.
Cuando la hemos visto entre los poetas y los amigos, entre los críticos y estudiosos, Eliana está casi del todo en silencio, tímida al parecer, dueña de un superior pudor. Entre las exposiciones y discusiones, ella se quedará en un discreto segundo plano, como no queriendo mostrarse, lo más opuesta posible al tradicional exhibicionismo de nuestra fauna.
Pero a su casa llega el poeta del norte o del sur, el amigo de todas partes, y junto a ella y José Miguel, encontrará hogar y fraternidad. Natural, parece, entonces, que los poemas “objetivos”, de motivación y asunto “exterior” o colectivo, que en esta obra se agrupan al final, Sean los Cantos por la Paz, la paz sin nombre político, sino absoluta e integralmente humana, que parte de la visión de Cristo en su Oración del Huerto, de la visión del Amor traicionado entre los hombres. Se preguntará con angustia si la voz de los poetas no podrá detener “la ola oscura” que desatan “los carniceros” en cualquier lugar del mundo. La madre gentilísima que hay en ella se detendrá ante el campo de los jóvenes muertos en la guerra (“veinte años, dieciocho años”) un cementerio de cruces, clamando: “¡Hombre del Siglo Veinte, veinte siglos, no te enseñaron el amor!”. El amor, sólo el amor es el que puede enseñarnos la paz. Y con más directa voz, entonando sin furor su profunda y dolida exigencia, llegará entre las mujeres de la tierra, sin instancia política alguna, como mujer madre-y-esposa, a decir grandemente, “con el amor como guirnalda / ceñido a sus vestidos”, la palabra mayúscula y solitaria, unión de todas las voces: “esta palabra: PAZ”. Así, entre este mundo y el íntimo, entre mundo y trasmundo, está Eliana, llegando y saliendo de su umbral.Pero el reino más propio de su poesía, la zona intangible casi de su más propio lirismo, es aquel en donde antiguas voces llaman. Por donde ella recorre “los caminos del llanto”. Por donde evoca “la ciudad que fue”. Y en el ambiente inmediato y concreto, su lugar verdadero está “en mi casa”, allí donde conjuga lo exterior y lo interior, en sueño cierto y grato, entre juegos de madre poeta con sus hijos, diálogos de amor con el esposo y que termina, significativamente, con aquel “Huerto cerrado”, porque en verdad “este es mi reino oculto”.
Así, por varios de estos poemas se abre una perspectiva que la llama, o bien ella emprende un caminar oculto o reclama la soltura de los lazos para emprender su sueño, su discurrir secreto y lejano. Va recorriendo “los caminos del llanto”.
¿Cómo íbamos a detenerla? No nos lo grita ni nos lo exige. Nos lo habla con una punzante melodía de evidencia, simple, desnuda y verdadera, como un testimonio. Y ella sabe más que nosotros. (“Los caminos del llanto son oscuros. / AI fondo alza la luz su rostro ingenuo”).
Y expresa su deseo tan mansa y dulcemente, con mayor fuerza que un clamor. Porque la agonía de la zona de las sombras es sólo una densidad aparente, y ella está movida por una ligereza admirable: “No quiero estar en nada detenida. / Quiero morir como un ave en su
vuelo”. De un modo u otro, por una u otra sugestión secreta, ella se encuentra ante el surgimiento o el anhelo de esa oculta realidad. De pronto, entre la niebla, se abre ante ella una ”invisible ventana” por la que se asoma, atraída a un vivir, a un revivir:

Son árboles antiguos, pero nuevos.
Son rostros conocidos, como desdibujados
voces que llenan ámbitos agrestes,
que vienen de muy lejos.

¡Qué canción olvidada!

Y aquella canción la hiere con su frío, quiere “correr hacia sitios de lumbre”, pero “una niebla gris lo invade todo”, y ese gris es “tiempo”, “muerte”, “gris” implacable, “color que odio”. Se ha engañado. No es la luz, al fondo de aquella ventana. Su entrada en la niebla la lleva a oír la
canción de la muerte, y huye, huye en lo gris y de lo gris, muerte, tiempo, porque no es consunción lo que busca o recuerda.
Y, en vez de una ventana, se mirará en un espejo, “hacia adentro, muy hondo”, donde la risa se diluye en el sollozo y los ojos se miran definitivamente, contemplándose “al espejo de imágenes borradas”, perdiendo ya el sentido de la identidad, llevada por un río, cegada por un fulgor. Y, de nuevo, “quisiera huir” hacia una plenitud verdadera, allí donde todo, simplemente, “cante y cante”. O camina entre “casas de cartón”, en tanto resuena en su interior el mar, “el viento de la estepa”, y entonces invoca el nombre del amor: “Sólo tu nombre quiero decir alto, / decirlo muchas veces”, para vencer la “voraz marea” de la soledad, en el punto en que “se quiebra la máscara, / deshecha por mi llanto”.
Otra vez, es que atardece. Y entonces:

Déjame ir hacia la luz.
…………………………..
Déjame ir. ¿Qué nudo
me sostiene a tu cetro?
Nací para la luz,
para el sol puro, abierto.

Pero, despues, pronto volverá a decir aquello: “Voy lejos / Camino lejos. / Me encuentro lejos. / Lejos. / Donde la voz no alcanza” / …
“Quería estar aquí. / Venir a este lugar, / sentir la soledad sonando” y “ahora tengo miedo, /
incapaz de mirar / mi propia muerte”. Eliana busca la verdad de la poesía, no la consunción de la muerte por sí misma, la entrega, el vencimiento. Y elegirá los trasuntos, las perspectivas de esta verdad mirando los castillos del crepúsculo. Porque la Poesía es, en verdad, “la Primavera”, y , todavía más, una “intocada visión clavada adentro / distante del espacio, liberada del tiempo, / entre la tempestad y el hondo sueño”. Tempestad, es espacio, ejercicio activo. Hondo sueño, :es el tiempo? E insistirá invitándonos, invitando al amado: ‘Ven, dulce amigo, / florece el alicanto”. Y ante la muerte del joven amigo, el músico elegido, parece develarse máss toda la sombra y los probables equívocos:

La luz con finos dedos
golpea los vitrales.
……………………..
Permanezco clavada
en su umbral doloroso
sin atreverme a entrar
……………….

Luz que la toca y la invade: “como en los instrumentos olvidados, / alguien puede tocar de pronto un alma”. Por eso:

Ahora sé tu muerte.
La noche no te toca,
no puede hacerte daño.
Te besa para siempre
esa luz inhallada
que fuiste aqui buscando.

Como él, como el músico, el lírico nació para esa luz del día que eternamente nace: Pero la criatura humana se encuentra en el umbral y la muerte es la noche o la sombra, acaso hasta una fascinación peligrosa de sirena que malograría, precisamente, su logro. El amigo muerto
la ha superado. Ella la sigue presintiendo, escuchando o mirando entre los ecos punzantes e indecibles de la música, el cielo, el mar, el sueño. Un día, nacida para la luz, acaso alcance a merecerla. Mientras tanto, vive y lucha y sueña
y canta. La “intocada vision” permanece; el poeta le guarda su insobornable y exigente fidelidad… Ahora el poeta tiene el recuerdo, el secreto, el trasunto de la infancia casi original a traves del viento del sur que vuelve o de la visión de la ciudad que fue o del vuelo íntimo de la música o del mundo de rosa secreta que hay en un abanico de mujer:

Puede contar Ia historia de un sol desvanecido
…………………………………………………..
Aplicando el oído a su rurnor de seda,
se escucha el mar cantando.

Y a veces, se alcanza un instante de perfecta plenitud, cuyo testimonio es el poema lírico magistral, de palabra casi toda interior, breve y completo como un mundo:

Tú, voz fugaz, soledad, adiós.
Dentro, pura, la llama se consume.
Asciende, lento, el mar su extraña múslca.
La Iágrima quemante, su perfume.
En el cristal, los ojos de la lluvia.

(Quinteto en La menor)

Lector, te invito a vivir la experiencia de esta lírica poesía. Molesta a su lado toda pedantería objetivadora y analista. No hemos podido alcanzar la excelencia de rehuirla, y, haciendo con la palabra un plástico ademán, llamarte a que entres en el libro, a estas voces, a esta voz. La grande mujer que nos ha confiado esta responsabilidad, nos disculpe, y tú, si puedes, recompón de todas estas palabras sólo el gesto de una mano que invita con discreción. Lo demás, vuele hacia afuera. Entra entre estas hojas tú, y oye, respira, alcanza, acaso, silencio.

GASTÓN VON DEM BUSSCHE.
Concepción, octubre de 1964.



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