La ciudad que fue

 
  Muchas veces, de niños, vimos esa ciudad, en un lugar preciso del cielo, al atardecer. Vimos abrirse o cerrarse sus puertas fulgurantes, custodiadas por ángeles de fuego. Vimos sus cúpulas de oro y escuchamos, traído por el viento, el son de sus campanas.
Le dábamos nombres oídos al azar: la ciudad perdida, la ciudad de Dios. Cuando llegamos a la adolescencia, empezamos a verla cada vez más a lo lejos, hasta que, envuelta en bruma, se confundió con nuestros sueños.


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